Discurso central del Ministro de Relaciones Exteriores, Dr. Roberto Álvarez, en el acto inaugural del IX Simposio Internacional INSUDE 2023: «Seguridad y defensa fronteriza, retos y desafíos».
En toda sociedad, el Estado enfrenta el desafío de equilibrar las actividades productivas, como el comercio, el turismo, la inversión y la migración, con la gestión de la movilidad humana, y el interés y la seguridad nacional. Este equilibrio es esencial para lograr un círculo virtuoso que nivele en su justa medida el desarrollo humano, el orden y la paz.
El comercio internacional, por ejemplo, es una actividad vital para el crecimiento económico y el bienestar general de las naciones, en cuanto facilita el intercambio de bienes y servicios, impulsando la prosperidad y el desarrollo. Sin embargo, el comercio también conlleva riesgos, como el contrabando y el tráfico de mercancías ilegales, los que pueden amenazar seriamente la seguridad de un país.
En diversos contextos históricos, ante la aparente disyuntiva entre seguridad vs. libertad, hay quienes han optado por la veda, por la represión o la disminución de libertades como el medio más expedito para gestionarla. En este contexto, los Derechos Humanos se yerguen como otro paradigma que permite organizar nuestras sociedades y dirigir la acción pública en busca de ese equilibrio.
En este contexto, los derechos humanos fungen como guía para el accionar, como marco referencial para los Estados y como paradigma de sociedad. Al adoptar una perspectiva basada en los derechos humanos, los países pueden tomar decisiones informadas que maximicen las libertades colectivas e individuales de sus ciudadanos mientras maximizan la seguridad ciudadana y a la vez mitigan los riesgos inherentes a las actividades humanas.
Lejos de lo que muchas veces se argumenta, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH) no menoscaba de manera degradante la soberanía nacional ni individual, más bien, robustece la obligación de los Estados de cumplir cabalmente con su objetivo esencial: asegurar el bienestar y seguridad de sus ciudadanos y, en cierta medida, el de los extranjeros bajo su jurisdicción. Así, los Estados mantienen en todo momento la libertad soberana de organizarse en su ordenamiento interior, siempre y cuando se cumplan con las obligaciones que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos proclama en pos de resguardar la dignidad y la integridad de las personas, a la vez que el Estado establece el orden colectivo a través del monopolio legítimo del uso de la fuerza.
Este punto es de suma relevancia, pues nos deja ver que no es solo el absolutismo político sino el equilibrio justo de este con la defensa y promoción de los derechos humanos como un asunto de interés y fortaleza nacional para países como República Dominicana, que han optado por organizarse como Estado social y democrático de derecho. La propia legitimidad de las normas y las actuaciones del Estado están subordinadas no solo a ciertos requisitos formales, sino también a requisitos sustantivos que la Constitución reconoce en su carta de derechos fundamentales.
Debo enfatizar que los derechos fundamentales son simplemente el reconocimiento que hacen los Estados de la dignidad inherente al ser humano que los instrumentos internacionales declaran o proclaman.
De ahí que el cumplimiento de los derechos humanos y la democracia, como garante del orden social, están estrechamente vinculados. Esta relación consustancial implica que la legitimidad internacional para la formación de Estados democráticos que garanticen la seguridad ciudadana depende del compromiso genuino con los derechos humanos. Como han señalado autores de la talla de Jürgen Habermas, Amartya Sen o Luigi Ferrajoli, no puede haber democracia sin protección real y efectiva de los derechos humanos: la defensa de estos se convierte en el nuevo paradigma del Estado constitucional de derecho.
Ahora bien, debemos reconocer que aún enfrentamos desafíos significativos en la aplicación efectiva del DIDH. La invasión rusa de Ucrania, la aparente impunidad en la que han quedado horrendos crímenes de guerra y de lesa humanidad, o la constante violación que sufren personas y colectivos ante la ineficiencia o pasividad de las instituciones llamadas a procurar que los DDHH sean resguardados, nos obliga a cuestionarnos, pero nunca pueden servir de justificación para que un Estado decida deliberadamente incumplir estas obligaciones, necesarias para la convivencia entre las personas bajo su jurisdicción, así como para la estabilidad y paz entre las naciones.
En nuestro caso particular, la frontera entre República Dominicana y Haití es un área geográfica de extrema complejidad que plantea desafíos particulares en términos de seguridad y defensa, pues representa un territorio de convivencia centenaria sin Leviatán coherente de ambos lados de la frontera. En otras palabras, una zona de interdependencia compleja con escasa presencia civilizatoria estatal, a través del tiempo.
Como sabemos, Haití ha estado inmerso en una crisis política, humanitaria y de seguridad con graves consecuencias para su población, nuestro país y la región en su conjunto.
La crisis en Haití, desencadenada en 2019 y agravada por el asesinato del presidente Jovenel Moïse, hace ya dos años, el 7 de julio de 2021, ha generado una profunda inestabilidad política, social y de seguridad ciudadana. Además, la hambruna afecta a la mitad de la población haitiana, y bandas criminales controlan gran parte del territorio de la capital de Puerto Príncipe, lo que ha aumentado los niveles de violencia indiscriminada.
Ante esta realidad, es nuestro deber como Estado, como gobierno, aplicar todas las herramientas, todas las medidas que estén a nuestro alcance para garantizar la seguridad de nuestro país. Esto hace comprensible que algunos en República Dominicana sientan frustración por la respuesta, aparentemente lenta de la comunidad internacional, ante la crisis haitiana.
Sin embargo, es importante reconocer que esto no refleja la realidad. Existe un mito de que la comunidad internacional está abandonando a Haití y que nuestro país actúa como un amortiguador de la crisis.
Esta narrativa se ha desarrollado en un contexto internacional tumultuoso, marcado por el conflicto geopolítico entre Estados Unidos y China por definir el curso del siglo XXI, y por la pandemia y sus graves consecuencias humanitarias y económicas. Posteriormente, la agresión rusa de Ucrania, las dificultades en la recuperación económica y la crisis climática han afectado las prioridades geopolíticas a nivel global, las cuales no siempre coinciden con las nuestras.
Un análisis racional y estratégico, apegado tanto a las obligaciones internacionales de los Estados y al interés nacional nos lleva a entender que el mejor interés de nuestro país es ser un factor positivo del vecino, que contribuye a su estabilidad, a la vez que protegemos nuestro territorio.
Esto así porque Haití es, desde hace más de un siglo, un socio comercial importante para República Dominicana, esencial para nuestras poblaciones fronterizas. El comercio bilateral entre República Dominicana y Haití es realmente crucial para ambas naciones. La frontera compartida es un punto de encuentro que genera empleo y contribuye al desarrollo de las provincias fronterizas y de la región del Cibao. Haití es el segundo destino de nuestras exportaciones, y el comercio bilateral es una fuente importante de empleo para decenas de miles de dominicanos.
En el último año, el comercio formal entre ambos países superó los 1040 millones de dólares, alcanzando la cifra más alta desde 2014. Si se incluye el comercio informal, esta cifra asciende a casi 1500 millones de dólares, lo que representa una fuente crucial de ingresos para las zonas más pobres de ambas naciones.
Además, Haití depende en gran medida de los alimentos que importa desde República Dominicana para alimentar a su población, donde mitad sufre de hambre. Garantizar la seguridad y el orden de la frontera y del comercio bilateral, así como de los flujos humanos, beneficia a agricultores, transportistas y comerciantes dominicanos y haitianos que dependen de las actividades económicas transfronterizas. Sin ese comercio, muchos de nuestros pueblos fronterizos podrían quedar deshabitados.
Estimados todos, la comunidad internacional enfrenta retos y amenazas a gran escala. Estos desafíos trascienden las fronteras nacionales y afectan a toda la humanidad.
Las respuestas pueden ser múltiples y muy variadas, incluyendo posturas que oscilan desde la inacción ante fenómenos que afectarían a millones de personas, hasta la represión o la violencia para enfrentar las crisis. En nuestro caso, optamos por conductas basadas en el respeto a los derechos humanos, lo que supone la defensa de la vida, la dignidad y los derechos de toda persona.
Uno de los desafíos más apremiantes es la crisis climática, que tiene consecuencias devastadoras para el medio ambiente y las comunidades más vulnerables. El cambio climático está provocando fenómenos extremos: el aumento del nivel del mar, olas de calor, desplazamientos humanos forzados y pérdida de biodiversidad, entre otros. Estos fenómenos nos empujan a considerar este tema como un asunto de seguridad y defensa, ya que sus consecuencias pueden ser devastadoras para la estabilidad y la seguridad de los Estados. Los recursos naturales escasos y los conflictos derivados por la competencia en lograr su control pueden intensificarse, debido a los impactos del cambio climático, agravando tensiones entre países y regiones.
Ante este panorama, el abordaje de la crisis climática requiere de un enfoque multilateral, multidisciplinario y multinivel que impulse acciones concretas, priorizando los más vulnerables hacia lo interno y lo externo.
Otro desafío significativo es el aumento de las migraciones internacionales, impulsadas por conflictos, crisis humanitarias, pobreza y falta de oportunidades económicas. Los flujos migratorios masivos plantean desafíos humanitarios, sociales y económicos para los países de origen, tránsito y destino. Para abordar este desafío, es necesario adoptar enfoques humanitarios basados en derechos, que protejan la dignidad de los migrantes.
La transformación tecnológica también representa otro desafío y una oportunidad para la comunidad internacional. La revolución digital ha cambiado la forma en que nos comunicamos, trabajamos y vivimos. Sin embargo, también plantea serios retos en términos de privacidad, seguridad cibernética y desigualdad digital. Un enfoque de seguridad basado en derechos implica establecer marcos regulatorios y políticas que promuevan el uso responsable y ético de la tecnología, garantizando, por un lado, el acceso universal a los beneficios de las nuevas tecnologías, sin sesgos ni discriminaciones, pero por el otro, protegiendo los datos personales de los usuarios.
Asimismo, la regulación de los bulos y de los mensajes de odio, para evitar el uso de la tecnología contra la democracia, así como para proteger a los grupos vulnerables del posible mal uso de las plataformas digitales o la información.
Además, el surgimiento de nuevos tipos de crímenes transnacionales, como el ciberdelito o el tráfico masivo de migrantes requieren una mayor cooperación y coordinación entre los países. Estos delitos trascienden las fronteras nacionales y exigen respuestas internacionales efectivas para su prevención y persecución, manteniendo la gobernabilidad democrática y resguardando la integridad y los derechos de las personas.
Para abordar estos desafíos, es indispensable una nueva arquitectura internacional que tenga en cuenta los cambios en la agenda global y los adelantos tecnológicos en función del bienestar social y la gobernanza. El multilateralismo es clave en la construcción de un contrato social internacional renovado que mantenga el orden basado en normas predecibles y garantice una distribución más equitativa de los recursos de la nueva economía. Debemos crear mecanismos que profundicen la cooperación internacional e integren las nuevas tecnologías como herramienta de gobernanza, lo que redefine lo que entendemos por seguridad y defensa fronteriza.
Señoras y señores, colegas, amigos y amigas, a pesar de todo, la nuestra es una oportunidad estelar para reescribir la historia, el rumbo de las relaciones internacionales y la forma como se aplican los derechos humanos en todos los ámbitos del Estado. Nuestra mayor tarea y aspiración, debe ser contribuir en la creación de un mundo donde los derechos humanos de cada persona sean respetados, la paz sea duradera y el desarrollo sea sostenible.